El agua es un espejo expandido de
la realidad y más allá de ver nuestra apariencia física en su reflejo
transparente, la podemos oler, degustar, tocar y sentir hasta en lo más
profundo de las entrañas. Al reflejarnos en el agua de nuestros territorios nos
contemplamos un poco turbios, este espejo vivo también reproduce nuestras
sombras (Bachelard 2005), nuestros descuidos y abandonos a las venas y cauces
del territorio (TAFA, 2019) que nos siguen sosteniendo y, a pesar de tanto,
hermanando.
El agua es un elemento universal de
la vida como la conocemos, nos conecta hasta con las nubes de polvo de las
galaxias, las moléculas de agua son tan antiguas como la materia del universo
(Ball 2008), sus fluires acompañaron los primeros infiernos volcánicos de la
tierra y en su unidad guarda la memoria de todo lo que se disuelve en ella. Cuando
viajamos en el interior de nuestro cuerpo el agua está presente en todos los
procesos orgánicos fundamentales, desde la respiración hasta la digestión.
Cuando observamos y sentimos ser parte del agua, el afuera se confunde con el adentro, porque el agua es transformación en la unidad de su estructura. Cuando vemos el agua que corre por nuestros pueblos y veredas debemos preguntarnos si las enfermedades de la tierra y el medio ambiente no son las nuestras propias (Primavesi 2016), cuando entendemos el agua como parte de la salud de la tierra y los seres humanos, estamos contemplando su poder regenerativo.
El agua no se separa de la vida, contiene una cantidad de propiedades muy importantes, que, con la interacción del sol, transforman carbono en formas vivas, ellas la necesitan para subsistir, la requieren permanentemente para realizar procesos como la fotosíntesis y la regeneración del suelo.
Donde hay agua hay vida, por lo que en los trópicos, donde abunda el agua, hay muestras exuberantes de biodiversidad, existen diversas corrientes de nubes y vapor de agua que hacen más intensa esta relación y Colombia es rica en este tipo de ecosistemas.
El agua requiere estar cambiando de estado permanentemente para poder irrigar vitalidad en los territorios y se ayuda de la vida para este fin, porque el agua migra con las especies. Es increíble presenciar todo lo que hay en una gota de agua, las infinitas formas que adquiere en sus estados: la nube toca la montaña y la cubre de gotas que se transforman en hilo, el hilo en quebrada, la quebrada en humedal, el humedal en río y el río vuelve a ser nube. Todo este movimiento es posible con la complicidad de los seres vivos que a su vez son seres del agua.
La posibilidad del agua de moverse y cambiar de estado hace de cada lugar del trópico un sitio especial, los ecosistemas del oriente antioqueño son muy importantes porque son caminos de agua que desembocan al río Cauca y el Magdalena, las dos corrientes fluviales más pobladas del país, siendo una despensa hídrica y fuente de vida fundamental. En este sector de la Cordillera Central donde estamos ubicados encontramos desde ecosistemas de bosque tropical hasta páramo, bosques andinos y de niebla.
En esta trama de microclimas de
montaña se distinguen dos paisajes: el de nubes frías y humedales en las partes
altas y el de ríos caudalosos y bosques tropicales en los ríos cercanos al Magdalena.
En el altiplano, donde está ubicada Marinilla, existe un régimen de lluvias de
más o menos 2.500 mm por año y una altura promedio de 2.000 m.s.n.m., los
relictos de bosques y montañas de estas zonas se denominan bosques andinos
húmedos (Holdridge 1987), donde encontramos comunidades de flora muy especiales
y a la vez características de la Cordillera de los Andes, entre ellos el cedro,
el yarumo plateado, el amarrabollo, el siete cueros, el sarro y las palmas. (Quintero
Vallejo, E et al., 2017)
En estas alturas de la montaña se
forman grandes cuerpos de agua de lento fluir llamados humedales o vegas que
funcionan como reservorios de agua y como zonas de restauración de diversas
especies que se mueven por los bosques y se alimentan de los frutos de los árboles
(UCO 2018).
Cada ecosistema tiene una huella que lo diferencia de los demás y es su biodiversidad, de ella depende la resiliencia del monte como un todo, sin embargo, las dinámicas de explotación urbana y rural han limitado los bosques y humedales del altiplano. Cada uno de estos santuarios de vida se ha ganado su ciudadanía y su derecho a ser y estar desde milenios, por lo que los procesos de apropiación permiten reconocer en estos bosques, maestros de resiliencia, la posibilidad de una coexistencia colectiva y equitativa con las especies y el agua (Humboldt 2011).
En el altiplano del oriente, el agua y la niebla son eternas compañeras del territorio, sus bosques permiten captar el agua que sube en forma de nubes de las tierras ardientes y moverla hacia el páramo de Sonsón que se encuentra al sur del altiplano. Sobre los 2.000 m.s.n.m., altura a la que se encuentra el humedal Barbacoas, se genera el intercambio entre nubes frías y calientes, los bosques de estas alturas son un eslabón fundamental para que el agua pueda moverse hacia la alta montaña y siga su ciclo (Quintero Vallejo, E et al., 2017)
En las partes planas del
territorio, las aguas se acumulan en quebradas y humedales (Humboldt 2015),
pero para que el agua pueda “subir” necesita de los árboles andinos en su
viaje, los bosques del humedal Barbacoas protegen las aguas subterráneas de la
transpiración y a su vez retienen corrientes de aire y vapor de agua que a
medida que se enfrían siguen su camino hacia los bosques de niebla y páramos
que están más allá de los 2.500 m.s.n.m.
Los árboles son las escaleras del agua, si los corredores biológicos que conectan la montaña con sus zonas más altas desaparecen, se extinguirán tanto los páramos como los ríos caudalosos de la tierra caliente que nacen allí. Cada lugar de la montaña posibilita que la vida permanezca tanto arriba como abajo, el agua se mueve por la solidaridad de la naturaleza a través de los árboles y las nubes (Gershkov 1995). En estos guardianes vegetales se encuentra la memoria de los viajes del agua, cada árbol andino que se siembra es la posibilidad de que ésta permanezca en la montaña moviéndose de abajo para arriba en forma de nubes y de arriba para abajo en forma de lluvias y ríos.
Las montañas de los andes y el altiplano son como abuelitas, de ellas venimos, gracias a ellas aprendemos los secretos de la vida que se teje en sus entrañas, su vestido está trenzado de líquenes y hongos que protegen y comunican los árboles entre sí.
En los huesos de sus montes
circulan diversas especies de fauna andina que hilan caminos por donde mueven
semillas que crecen y regeneran el ecosistema. Los insectos, chuchas,
armadillos, cusumbos, guacharacas, murciélagos, entre otros, van restaurando el
suelo con sus madrigueras y heces que abonan la nueva piel del bosque, cada
semilla que la fauna siembra es un futuro posible para otras formas de vida. La
abuelita se regenera a cada huella y rastro de los animales, el bosque a medida
que madura se hace más receptivo al agua, llenándose de hilos y cabelleras que
fluyen en quebradas.
La venerable mayora está cubierta por una ruana de niebla, capas de nubes que abrigan sus secretos del sol y guardan en sus parajes la humedad necesaria para soportar los veranos inclementes. La montaña ha suministrado comida e historias a las comunidades, es la abuela ancestral creadora que teje y teje las aguas sin descanso. Humanizar el poder de la naturaleza nos concientiza de la grandeza que habita en su interior y su verdadera resistencia.
Somos lo que comemos y lo que
habitamos, el agua y sus situaciones son un reflejo de nuestras acciones a
corto y largo plazo, por lo cual tenemos una enorme responsabilidad de lo que
sucede con el territorio.
Las formas de relacionarnos con la tierra se denominan paisajes (Tuan 2003), cada paisaje es una ventana para comprender los encuentros y desencuentros de la naturaleza con los hombres, nuestros paisajes urbanos se encuentran altamente deforestados porque ha existido una cultura del agua que ha querido ocultar los ríos y destruir los montes en beneficio de la economía (Quintero Vallejo, E et al., 2017) , en el paisaje rural encontramos enormes extensiones de monocultivos que compiten con los bosques andinos que resisten.
Pero el paisaje rural no expresa
solamente la desolación del urbanismo y la agroindustria, en él también habitan
memorias culturales muy valiosas que antaño permitieron al campesino
relacionarse más armónicamente con el agua (TAFA 2019), costumbres como la siembra de
nacederos y la conservación de los corredores biológicos que intuitivamente tenían
algunos campesinos; en el paisaje se encuentra la expresión visible de nuestra
tragedia pero también las posibilidades de escuchar y transformar positivamente
el territorio.
Usualmente se ha cargado sobre los hombros de los campesinos la responsabilidad del territorio y en ocasiones se le recrimina injustamente por no saber cuidarlo, es importante tener en cuenta que los campesinos no habitan de una manera libre los campos por todas las obligaciones que tienen impuestas de parte de las ciudades, pero en la medida de sus posibilidades han conservado saberes fundamentales del agua que demuestran su potencial como guardianes de los cauces. El problema de la destrucción colectiva de los ecosistemas está más ligada a una visión economicista(Mercantilista) de los recursos que impide observar el poder regenerativo de la tierra y quienes la habitan (Toledo 2014).
Las aguas llevan la memoria de
una historia muy larga en tiempo y extensión, pero a la vez son expresión de
nuestras épocas turbulentas y poco armónicas, en este recorrido podemos
apreciar cómo el agua abraza la vida y la humanidad en su viaje, cada uno de
estos escenarios es una ventana para conectarnos con la esencia de la existencia
y para despertar conciencia sobre los peligros que corre.
Los seres humanos somos una
especie dotada por naturaleza de la capacidad de reconocer las consecuencias de
nuestras acciones, por décadas hemos permitido relaciones destructivas hacia los
ecosistemas. Hablar de contempl-acción es observarnos, reconocer el impacto
negativo que hemos causado y actuar conscientemente, es una invitación a
recuperar nuestra relación perdida con la vida.
Las acciones regenerativas pueden ser tan diversas que van desde contemplar un río hasta sembrar árboles nativos, ser regenerativo es elegir, desde nuestras decisiones cotidianas, ser parte activa y dinámica de la naturaleza, en vez de ser parte del problema. La conciencia salva vidas y da su verdadero lugar a la tierra y el agua, ese escenario vivo que habitamos.